Estaba en medio de mi clase, hablando sobre el mito y el lenguaje simbólico, cuando comprendí algo que sabía (aclaro que, para mí, saber no es lo mismo que comprender, yo sé muchas cosas, pero son pocas las que he comprendido. Lo esencial no pertenece al ámbito del conocimiento, sino al de la comprensión). No lo voy a explicar aquí, no tiene sentido intentar convertirlo en palabras, pero tiene que ver con las experiencias religiosas (el término religión viene de religatio, que significa "volver a unir; re-unir"), con esos momentos maravillosos de nuestra vida cuando superamos los límites de nuestro yo y entramos en verdadero contacto con lo otro (el otro, lo otro próximo, lo Otro trascendente). Esos instantes no son muchos, pero sí varios, afortunadamente, y son fundamentales, en el sentido de que son razón y base de la vida misma. Les decía que estaba en clase, hablándo a mis alumnos -con quienes sentí una conexión especial, eso no pasa muchas veces, pero a veces sí y es maravilloso- y empecé a recordar la Navidad de 1996... Yo estaba en París, era mi primer viaje a Europa, costeado por mí, y en la noche del 24 estaba en la iglesia de Notre Dame, en la Misa de Gallo, sentada en la primera banca, escuchando absorta la misa cantada en latín, los coros, la voces de cientos de personas allí reunidas, y mi alma empezó a sentirse rebosada, desbordada y comencé a sentir las lágrimas que rodaban lentas, temerosas de romper con su presencia la sacralidad de aquel instante. Y al salir, nevaba y todas las campanas de París doblaban al tiempo para celebrar el nacimiento de Jesús, yo estaba parada en el puente sobre el Sena, mirando la corriente del río, escuchando el tañido... Entonces sentí que no estaba sola y que no lo estaría nunca... Y quería contarles esta, una de mis más significativas experiencias religiosas. Dejo las agujas. Un abrazo.
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