El fin de semana, estuve en Pereira dirigiendo un taller sobre escritura audiovisual (hay objeciones frente al hecho de poner juntas estas dos palabras, se respetan). Pero no voy a hablar sobre eso, sino sobre algo que sentí con nitidez y alegría durante esos tres días. El viernes me despertó el canto de los pájaros, para mí, que peleo cada mañana con lo que parezco condenada a escuchar proveniente de la radio y su exhibición de egos, para mí, digo, despertarme a la seis de la mañana por un prodigioso escándalo de cantos de pájaros fue milagroso y reconfortante. Al salir de la habitación, me encuentro con el olor del café recién hecho, Ligia (una mujer maravillosa que abrió las puertas de su casa para mí) estaba dando de comer al gato Tito y al perro Don, acababa de recoger naranjas de su árbol y me recibió con una sonrisa luminosa. Desde la ventana del comedor, se veía el paisaje cafetero -las colinas verde oscuro, el desorden de platanales, las pequeñas casas campesinas, un cielo que estaba cambiando los rosados por los azules- y frente a mí, sobre la mesa, había fruta, jugo, café, arepas, queso, miel y mantequilla. No sé cómo decirlo, quizás basta simplemente decir que estaba feliz, que me sentía tibiecita por dentro. Y el resto del fin de semana estuvo lleno de momentos como este, instantes en los que sentí la generosidad del universo, la alegría, la sencillez y la fluidez con las que la vida puede vivirse. Llegué a Bogotá y, aún en medio de los múltiples compromisos, he tratado de recordar esto; sí, claro, a veces es inevitable maldecir un poco. Pero siento que vale la pena evocar estos momentos para impregnar de su riqueza esos otros que parecen tan agobiantes y estrechos. Un abrazo para todos.
PD: Si alguno de ustedes alcanzó a inquietarse por los acontecimientos que pudieron suscitar la puntada anterior, no se preocupe; varios eventos confluyeron y dieron lugar a esa desordenada reflexión. No fui protagonista de todos ellos, aunque me han afectado (han movido mis afectos) y me han permitido verme...